Nada nuevo de ninguna clase. El señor O’Callaghan comió conmigo. Envié a los Estados Unidos en el bergantín President, a la esposa y tres hijas (inglesas) de un hombre llamado Lay, panadero de oficio, que, por desgracia y descuido de su negocio, se ha convertido en menos que nada. Las hijas, todas bonitas y muy por encima de la esfera del panadero según la propia opinión de ellas, pronto se descarriaron. Dos ya habían tenido una desgracia (según la expresión de las criadas) cuando estaban en Chettelham, y la tercera, siguiendo el ejemplo de sus hermanas, tuvo la suya en Caracas. De modo que, por la honra de la mujer inglesa así como la de la nación, me apresuré a sacarlas de la capital pues estaban yendo de mal en peor con gran celeridad. Obtuve 120 dólares, con los que se pagó su pasaje a Filadelfia y los contribuyentes, en su mayor parte confesaron que si la colecta hubiera sido para mantener estas sirenas en el país, hubieran pagado cuatro veces más. No obstante, la madre y sus gracias por lo menos se han ido a otra parte a deshonrar a lo limpio de la nación, si es que su madre les permite seguir por el mismo camino. No solo agregué mi parte a la masa de dólares, sino también unos buenos consejos que ha prometido seguir, cosa que dudo. Velada en casa del señor Rojas.