El buque correo de la manera más inesperada llegó a La Guaira anoche, y a primeras horas de la mañana el mensajero me subió los despachos, y ¡qué desconsuelo! Mi amada y venerada madre ha muerto. No puedo describir la inmensa tristeza de mi corazón, o el cruel golpe que acabo de recibir. Ningún hijo ha querido más devotamente que yo a un progenitor, y ese siempre querido y bendito ser nunca quiso más a un hijo de lo que ella quiso al que estaba exiliado al otro lado del Atlántico. Sus últimas palabras fueron de bendición para sus hijos. Quiera Dios que yo sea digno de sus últimas oraciones en vida. Es más que una madre lo que he perdido: una de las fuertes cuerdas que me ataban al mundo se ha roto con su vida. Pero que se haga la voluntad de Dios: ya empiezo a estar curtido por la resignación y aun bajo estos adversos designios divinos, siento confianza. ¡Paciencia! ¡Esperanza! y humildad son los amigos invisibles que me consuelan, cada vez que los aterradores remolinos de la vida barren a alguno de los que tanto he querido, ¡¡y que Dios en su misericordia conserve muchos años a mis queridísimas hermanas para consuelo y felicidad de su hermano!! El señor Mocatta y algunos otros de mis amables y considerados amigos de La Guaira me participaron la trágica noticia con la mayor delicadeza, y siempre se lo agradeceré, pero durante mucho, mucho tiempo, tendré el pecho henchido de recuerdos queridos aunque tristes.