El paquebote llegó a La Guaira anoche, y esta mañana al amanecer recibí mis cartas y documentos. ¡En efecto, en efecto! Es absolutamente cierto que mi amigo, mi benefactor, el bueno, el virtuoso Alejandro #001-0075, murió a principios de diciembre no lejos de Taganrog. Aún no han llegado los particulares a Inglaterra, pero mucho me temo que el [indescifrable] que le aquejaba frecuente y violentamente haya sido la causa de su muerte. Ahora sabrán Europa y su propio pueblo lo que significa esta irrecuperable pérdida para ambos. Tanta excelencia, valía y bondad cristiana pocas veces han animado el pecho de nadie con la misma intensidad con que lo hicieron en este hombre bondadoso. Son millares los que se acaban de quedar huérfanos de su caritativo padre y soberano, y para mí y mi familia de Rusia, esta pérdida es muy, pero muy grave. A su amable amistad le debo todo lo que hoy disfruto, así como los varios favores de tan diversas clases que nos hizo a diario, a mí y a Marie, cuando pasamos tantos días felices cerca de él (podría casi decir, con él) en Zarsko-zelo. Apenas pasaba un día sin que tuviese el honor de conversar con él durante más de una hora. Solía visitar mi pequeña vivienda, más como un igual que como el gran soberano de un tan grande imperio. ¡Su humildad solo tenía igual en su magnanimidad! ¡Su caridad!, la de un verdadero cristiano, le ha asegurado la recompensa de la que ahora disfruta en el cielo. Se le acusaba generalmente de orgulloso y ambicioso. Lo era, ciertamente, en el grado que hace respetar, admirar y amar a un soberano poderoso. Europa se engañó cuando se creyó que no había licenciado su ejército durante la paz porque lo impedían sus ambiciones ocultas, y no aceptando sus afirmaciones en sentido contrario, muchos lo tacharon de embustero y de tener la vista puesta en conquistas futuras. Sé que lo contrario es cierto, pues cuántas veces y con cuánta extensión me habló mi ilustre y fallecido benefactor sobre el tema de sus supuestas ambiciones europeas y de su relación con la Santa Alianza, además de otros hechos de sumo interés. Así puedo afirmar, con toda confianza, que ni en su corazón ni en sus pensamientos existieron jamás deseos de guerra ni de conquista. Ya partió, y se hará justicia a su recuerdo político. No hay panegírico que pueda reflejar rectamente sus virtudes y verdadera excelencia, y el hermoso sentido del epitafio de la condesa de Penbroke podría, con toda verdad, adaptarse al emperador Alejandro. Las cartas que recibí sobre su muerte eran realmente dolorosas. La de mi querida Jane era hermosamente consoladora y escrita con todo el buen sentimiento religioso, la tristeza del corazón humano y la resignación de un santo. ¡Oh!, que pueda yo tener siempre un consejero, un amigo, un asesor como él son mi única esperanza y deseo. ¿Cómo irán a ser las cartas de mi Marie? ¡Tan dolorosas! Estuve ocupado todo el día en preparar mis despachos y contestar estas tristes cartas. El señor Ward cenó conmigo. Es un mal conversador. Veinte veces deseé que se fuera, pues me sentía incómodo y no podía atender a lo que me decía. Hoy la gente empieza el día con gran algarabía, tirándose huevos crudos y mojándose unos a otros con agua, o tirándosela con diversos utensilios a los que pasan: pero el agua es limpia.