Hoy completé todos mis documentos oficiales, que constituyen el paquete Nro. 13 con 10 anexos de originales y traducciones de documentos oficiales y muy delicados, relativos al proceder del general Páez y el grupo que se va consolidando en la ciudad de Caracas, pues la sesión general de la municipalidad de Caracas
convino de lleno, en principios y razones, con el acta de la de la ciudad de Valencia, en restituir al benemérito general Páez el pleno ejercicio de sus funciones militares como Comandante en Jefe del Ejército.
Nada más ha sucedido, y de hecho, la calma y el no haber llegado este caballero, me hacen pensar que está preparando algunos planes futuros. Tiene ahora con él algunas cabezas calientes, descontentas y revolucionarias, a saber Carabaño, Peña, Núñez de Cáceres y P. Pablo Díaz. Estos dos últimos le han llegado como miembros de la municipalidad de Caracas para expresarle la aprobación de ese organismo tanto hacia S. E. como por su reinstauración en el poder. La carta del general Páez al intendente, fechada en Valencia el 1° de mayo de 1826, explica por sí misma los acontecimientos que llevaron a su reelección:
Señor: véame U. manchado, impelido de las circunstancias y siguiendo el raro destino que la suerte me ha preparado; hasta el día de ayer fui el hombre más obediente al gobierno de Bogotá: recibí el decreto en que el Senado admitió la acusación contra mí, y la orden de S. E. para entregar el mando militar al general de Brigada Juan Escalona: todo lo obedecí, se comunicaron las órdenes para el reconocimiento del nuevo Jefe y yo quedé entregado a mis negocios privados tratando solo de arreglar mi viaje a Bogotá y preparar las piezas justificativas de mi defensa, que en concepto de algunos letrados podría hacerse brillante y convincente. Este era yo: el pueblo por su parte no estaba tranquilo, se había reunido dos veces en la Municipalidad, manifestando que era yo la única persona en quien tenía confianza para la defensa exterior, orden y tranquilidad interior: sus tentativas se habían frustrado y dentro de la población parecía haberse serenado toda idea de conmoción; sin embargo, en la noche del 29 se presentaron varias partidas por los montes e inmediaciones de esta ciudad que hicieron algunos robos, mataron dos hombres e hirieron otro: todos tres fueron traídos a la plaza; este espectáculo horrorizó; cada ciudadano creyó que su cabeza estaba amenazada, que sus bienes iban a ser arrancados de sus manos y que había faltado la seguridad pública; entonces se reunió de nuevo un pueblo inmenso en la Municipalidad con resolución de no volver a sus casas mientras yo no estuviese repuesto en el mando militar: la Municipalidad reunida convocó al señor Gobernador que, impuesto de las solicitudes del pueblo, protestó, y cada palabra que hablaba era sofocada por los vivas y aclamaciones de mi nombre, a que se agregó que una partida de 200 personas vino a mi casa, me tomaron en hombros, me llevaron a la Sala Capitular y me pidieron que tomase el mando de las armas: mi corazón estaba conmovido, vacilaba algunos instantes entre la obediencia y la gratitud: la Municipalidad disolvió mis dudas: ella, después de haber el señor Gobernador representado cuanto le fue posible en aquel acto, votó manifestando que el impulso general de un pueblo era irresistible, que las calamidades eran ciertas, que no había tranquilidad ni seguridad, y que yo debía ceder a las súplicas y demostraciones de un pueblo que daba la prueba más sincera y espontánea de su elección y que buscaba por este medio su propia conservación. Solo faltaba yo para completar esta escena; ¿pero qué podía hacer? dígamelo U. desde el fondo de su corazón. El pueblo me carga y me impulsa, me representa males que yo he visto, y me encarga de su bienestar. El hombre no es dueño de sí mismo en estos instantes; yo consideré que por un deber mal entendido iba a exponer a estos pueblos a calamidades todavía mayores que las que podían resultar con mi deferencia a su voluntad. Acepté el mando, y al aceptarlo juré sostenerlo hasta que un mejor arreglo de cosas nos prepare instituciones más ventajosas; juré que ninguno ofendería al pueblo de Valencia, que así me arrancaba de las manos de mis enemigos, sin que antes pasase sobre mi cadáver; desenvainé la espada; y véame U. desobediente, con violencia en mis sentimientos. El hombre público no es suyo, ni nada es cierto en las revoluciones, sino lo que ya está hecho. En las manos de U. está cortar los males de una guerra civil que pudiera originarse: Bogotá nos ha mandado una revolución envuelta en un pedazo de papel, y U. sabe bajo de cuantos colores y pretextos puede hacerse en Venezuela: con su sabiduría, prudencia y discreción puede remediarse todo: este es el lance más crítico y U. puede ser la aurora de la paz: si U. cede yo me pondré inmediatamente en comunicación: U. será mi padre, mi consultor, mi director, y sobre todo, mi mejor amigo: yo le ofrezco mi corazón en prenda de esta oferta sincera, le prometo que una reunión en Caracas pudiera formular, que sea capaz de conciliar nuestros derechos y garantías. No la ambición de César ni la venganza de Coriolano son las que han puesto la espada en mi mano, sino el impulso de una voluntad común, o más bien, el convencimiento en que todos están de la negra política y de los grandes defectos de la administración. Haga U. por su parte que no comience a derramarse la sangre en Venezuela. Tales son mis votos sinceros; pero también le aseguro que tengo hecha la resolución más firme de que mis enemigos me encuentren en el campo de batalla. Puerto Cabello y el Castillo han seguido la misma empresa que esta ciudad: los valles de Aragua, y todos los pueblos vecinos están en movimiento y en armas; sería para mí lo más doloroso si llegara el momento extremo en que me viera en la necesidad de hacer uso de ellas: yo no lo quiero ni lo deseo; en las manos de U., de mis amigos de esa ciudad, de los prudentes y de los sabios pongo su suerte; pero yo creo que el partido que deba tomarse no es dudoso: ayúdeme U., señor, a promover el bien y perfeccionar esta obra con el menor costo posible. Soy sinceramente de U., su amigo, José A. Páez.
Envié mi paquete de despachos al señor Hurry en La Guaira junto con una carta para el señor Bidwell y Jane. Mucho calor. Termómetro 24 a las 7, y 26, a las 4. Atmósfera pesada.