Nada nuevo. Son sabias las nuevas medidas impuestas por el señor Canning a los cónsules, pero la ventaja principal tanto para ellos como para el comercio es que se les ha prohibido ejercerlo o relacionarse en modo alguno con los que lo manejan. Los cónsules americanos tanto en La Guaira como en Puerto Cabello son pruebas vivientes de la utilidad de esta medida, pues al estar dedicados al comercio no pueden substraerse a litigios y demandas legales, se ven obligados a pedir que las autoridades les hagan favores, sobornar a diestra y siniestra, meterse en líos, enemistarse con los nativos y otros a quienes es su deber conciliar, encontrándose por lo tanto siempre con el agua al cuello y despreciados por aquellos mismos jefes cuyos buenos sentimientos deberían cultivar, a fin de asegurar la mejor de las protecciones para cualquier obstáculo que pueda presentarse en las transacciones comerciales de sus compatriotas. Mi amigo el señor Hurry, quien ha obrado activamente como vicecónsul en La Guaira, está sin embargo igual que todos los que se dedican al comercio: abrumado por pleitos judiciales, por peleas o más bien envidias de sus colegas comerciantes. Se pierden las causas, otras se retrasan, y siguen los sobornos, el descontento y el abuso violento de los tribunales de justicia, tanto en masse como en particulier, y, por consiguiente, si se requiere que él haga valer su peso público para que su cargo haga respetar la justicia para sus colegas comerciantes, o se le atiende fríamente o, por entrampamiento premeditado, se deja pasar tanto tiempo que las partes o se cansan o se asquean. Todos los comerciantes americanos de aquí se me quejan de que a sus cónsules ni los respetan y ni siquiera los atienden las autoridades, y la única razón es la que acabo de explicar. El coronel y la señora Stopford cenaron conmigo para ver el retrato de Bolívar antes de que lo empaquete para despacharlo a mi querido Esher. Lluvia sin importancia. Termómetro, 23° a las 7 y 24, a las 4.