Después de varios intentos de embarcar a Columbus desde la orilla —fue imposible— se recurrió a armar una grúa en el muelle, que lo depositó en el bote que lo esperaba al lado, donde mi pobre bestia se tendió en su malojo: triste augurio de las fuerzas que tenía para soportar un viaje de 18 días a la costa de Norteamérica. Sea como fuere, llegó sano y salvo a bordo y fue aparentemente bien instalado en su establo temporal. A las 4 me tocó embarcar y me acompañaron todos los de la casa de Powles, el señor Lievesly y todos los comerciantes británicos que conocía. Hacía poco que estábamos a bordo cuando un bote grande se acercó al barco, trayendo a la señora Foster, una pasajera, y cuyo contenido oportunamente pasó a formar parte del Mary Ann, a saber la señora en cuestión, 6 niños, el más pequeño en brazos y los demás hasta la edad de 9 años el mayor, tres jaulas que contenían 6 loros, dos periquitos, una paloma, un sinsonte, 2 perros mestizos sucios y un mono. Luego venían dos negras y un negrito, hijo de una de ellas. Toda esta colección y un muy agradable caballero americano, un tal señor Denning, constituían mis compañeros de viaje, con excepción del capitán, una muy excelente persona además de excelente hombre de mar. Esta primera noche pronto nos dio una idea de nuestras futuras comodidades, pues jamás había oído en mi vida ruido semejante al que hacían los pájaros y las bestias. No tardamos en hacernos a la vela con un buen viento, pero el oleaje era tan fuerte que pronto estaban echando las tripas todos los miembros de la familia.