Volé al Crescent, Greenwich, a despedirme de las dos amables hermanas. La querida María se separó de mí de un modo que nunca había visto en el corazón de una amiga. Alma querida, queridísima. En asuntos de esa naturaleza, su historia, al igual que la mía, es extraordinaria; de lo más románticamente inexplicable, e igualmente entrelazada extrañamente con las más felices y dolorosas inconstancias. Que Dios le dé toda la felicidad que merece en esta vida por sus virtudes, y que los limpios principios deberían asegurarle no solo aquí sino también en el eterno más allá. Regresé a la ciudad con el corazón y el alma entristecidos y lleno de las mayores perplejidades sobre los seres queridos de ambos mundos. Levantado casi toda la noche empaquetando para la partida.