A las 8 de la mañana estábamos saliendo del hotel para tomar el bote que nos llevaría a remo hasta el Jupiter que estaba fondeado frente al muelle de Santa Catalina, cuando inesperadamente se presentó María a la entrada del hotel, acompañada por su fiel sirvienta irlandesa. Había venido en ferrocarril para darnos un abrazo más. No podíamos volver a entrar en el hotel porque no nos quedaba tiempo, de modo que nos acompañó hasta el mismo bote, y allí una vez más todos nos dijimos adiós. Lloró, como lo hizo Jane, y mucho. Bien conocía yo y sentía los crueles sentimientos de su ardiente alma en el momento del adiós. Conozco los míos, que no quiero describir. Que Dios la guarde y dirija los afectos de quienes tienen que quererla y amarla por el canal en que deberían fluir. Allí se quedó mirándonos, hasta que el bosque de navíos en el que pronto nos metimos nos ocultó a sus ojos llenos de lágrimas. Mis plegarias, mi corazón y un alma de la más pura amistad están y siempre estarán con ella. Llegamos al vapor en media hora y lo encontramos lleno de pasajeros y amigos. A las 10 ya estábamos navegando, y al pasar a toda velocidad frente a Greenwich vimos a la otra querida hermana y su amable esposo, en la terraza del Royal Hospital, diciéndonos adiós con sus pañuelos. Que Dios los bendiga: ¿y dónde estaba la pobre María? Su ardiente afecto la había llevado a millas de distancia de ellos para un último adiós más íntimo y más de acuerdo con este corazón, cuyo entusiasmo en todo lo bueno y afectuoso no tiene igual. Poco a poco nos fuimos acomodando en nuestra reducida estancia. Jane hizo algunos arreglos para ella y su sirvienta, y yo, en un pequeño camarote con un tal doctor Bell, que va a probar fortuna médica en Rusia. Entre el resto de los pasajeros encontré varios de mis viejos conocidos de San Petersburgo.