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Capítulo II Venezuela tierra turbulenta
1825 noviembre 27 - 1827 enero 07
Venezuela tierra turbulenta
1825 noviembre 27 - 1827 enero 07
Subcapítulos
Caracas.

El doctor Coxe y yo, acompañados por mi sirviente, salimos del pueblo esta mañana a las 6 con destino a Santiago de León de Caracas. Después de pasar gran parte de las ruinas de Maiquetía, empezamos un zigzagueante ascenso empinado por una carretera ancha y bien pavimentada, ricamente envuelta por bosquecillos de las varias plantas y altos árboles que cubren esta cara de la montaña casi hasta la cima. Conforme íbamos llegando a la región más alta, obtuvimos una buena y extensa vista del mar, cuyo horizonte se perdía en el éter de los cielos. La escena era más nueva que sublime o llamativa y he de decir que no correspondía con las floridas descripciones hechas por Humboldt y varios otros que la han contemplado desde esta curiosa carretera. A pocas millas de iniciado nuestro recorrido llegamos a un pequeño fuerte al que se entra por un puente levadizo que salva un profundo abismo. Su posición es verdaderamente dominante y podría ser defendida por una docena de hombres durante una eternidad. Dentro de sus desmanteladas defensas hay ahora una pequeña edificación convertida en venta; los cañones que antaño poseyó han sido lanzados al abismo. Algo más de seis millas nos llevaron a la gran venta que, según se dice, está a mitad de camino de Caracas. Fue aquí donde el barón de Humboldt oyó a los nativos hablando de política. Desde allí, otras tres millas de ascenso nos colocaron en el punto más alto, a partir del cual empezamos a bajar al valle, que se iba abriendo gradualmente hasta desplegarse finalmente ante nuestra vista.

La primera visión de la ciudad es impresionante, pero no puedo dejar de decir que me decepcionó. Si fue así desde lejos, como sería al ver la ruina, la desolación y la falta de cualquier cosa que pudiera llamarse comodidad o esperanzas de vida social al entrar más en contacto con sus destrozados restos. Pasamos calles enteras hundidas y cubiertas de yerba, las casas sin techo con hermosos árboles crecidos saliendo por las ventanas mohosas, sombreando los restos enterrados de familias enteras, cuyas paredes domésticas se habían convertido en su mausoleo. Pasamos estos sepulcros camino de la gran iglesia que había resistido a la catástrofe y tomamos residencia temporal en el City Hotel, en habitaciones que se nos habían preparado: un triste y miserable hueco, asqueroso y lleno de pulgas. Cenamos en casa, y la comida no tuvo nada que envidiarle a la residencia. Pasé la velada en casa del coronel Stopford, hombre de grandes conocimientos sobre el país y de quien, no me cabe ninguna duda, obtendré mucha información útil en cuanto a su estado real. Regresé a nuestra posada a las 10. El ruido de los cantos y la jovialidad (mejor dicho, borrachera) se prolongó hasta las 4, y unas voces más quedas, hasta las 6. No pudiendo dormir, me levanté, encendí las velas y por la ventana que daba al patio o claustro de nuestra gloriosa posada, pude observar una partida de cartas, cuyo disfrute nocturno solo terminó al sonar el toque de diana.

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