Llovió casi todo el día y la noche de hoy, Nochebuena, a causa de la cual se desplegaron, como recuerdo de la fecha, fuegos artificiales y globos de papel, y luces, linternas y otras señales de festividad. Los ejercicios religiosos debían empezar a las 11 de la noche y las 5 de la mañana, pero no tuve ninguna curiosidad en contemplar lo que había visto mucho mejor en Europa. La catedral estaba llena de devotas de color cuando la visité. A petición de los comerciantes, la ley relativa a los doblones ha sido suspendida por el gobernador hasta que vuelva a tener noticias de la sede del Gobierno. Hacía años que no había pasado una Navidad tan triste como esta. El doctor Coxe y yo cenamos en la despreciable posada y, para alegrar todavía más la noche, Thomas, mi sirviente inglés, se emborrachó, propensión esta que parece ir ganando más terreno cada día. Qué distintas las horas de este día de las del año pasado —y de tantos otros anteriores—, pero el estar en esta parte del mundo es un precio que tengo que pagar y un sacrificio que tengo que hacer con paciencia y resignación. Ni la ciudad ni la gente ofrecen cambio material alguno por el período festivo, a no ser por algunos cohetes lanzados desde la plaza de la catedral y una linterna más en una u otra ventana. Existe aquí la costumbre de dejar los niños muertos en un cesto a la puerta de la iglesia principal, para que los miembros de esta los entierren por cuenta propia. Un pobre infante fue dejado allí la noche del sábado, y allí estaba todavía cuando regresé a casa anoche desde la del coronel Stopford. Es constante esta costumbre de los padres de deshacerse de sus niños muertos. El fin es caritativo, pero abre la puerta al vicio e incluso al asesinato, pues no se hacen preguntas en cuanto a quién pertenece el niño. Si la madre de este, abandonado desde hace ya tanto tiempo, tiene aunque sea una chispa de sentimientos maternales, debe haber sentido grandes remordimientos al no verlo enterrado.