Aniversario de la Independencia de Colombia, hace ya 16 años. El país ciertamente la ha ganado en el nuevo mundo, y las hazañas de Bolívar ciertamente han elevado su nombre en el viejo. A primera hora de la mañana se oyeron tiros de pistola en la calle, las campanas de las iglesias repicaban con toda fuerza, no con sonidos (melancólicos pero hermosos) como los de las nuestras en Inglaterra, en señal de alegría o fama, sino para llamar a los nativos a misa y rezos. El cabildo había enviado una invitación a casi todos los extranjeros para que asistieran a las 8 en la plaza Mayor a un festival cívico que se celebraría a esa hora. Se iniciaron los actos en la catedral con una misa solemne y sermón, a la que asistió una gran multitud de personas, hombres y mujeres, de toda clase y color. Ellas, en su mayoría de segunda generación de mezcla europea, estaban alegremente vestidas con excelentes trajes negros, adornados con profusión de encaje, cuyo espesor y cantidad demuestran la fortuna de sus poseedoras, pues en esto son bien extravagantes, y se morirían de hambre o se privarían de casi cualquier cosa para no dejar de vestirse o adornar sus mantillas con blonda o encaje británico. Llevan grandes y vistosas peinetas en la cabeza, cubiertas de relucientes piedras, que intentan rivalizar con los brillantes rayos de los adornos de sus predecesoras, que ya representaban bien el tipo de las propias nativas. Este agradable grupo se sienta o arrodilla en alfombritas, pañuelos de bolsillo o trozos de trapo, también en esto según su estado; y, devotas o no, asisten a la ceremonia de la misa mayor y acción de gracias, que se celebra con todo el esplendor del catolicismo, disminuido considerablemente de sus medios por esta costosa ostentación.
Todas las autoridades públicas estaban debidamente colocadas en filas frente al altar mayor, y el prelado principal de la ciudad hizo (según se me informó) un muy elegante y excelente sermón político para la ocasión. Llegué tarde para oírlo, pero el objeto más interesante, que yo no podía ver, era el estandarte que llevaba Pizarro y bajo el cual tan sangrientamente conquistó el Perú. Estaba extendido a los pies del de la república, y había sido obsequiado a Bolívar por el pueblo de aquella nación, en agradecimiento por lo que había hecho por el nuevo mundo como su libertador. (Mañana veré esta interesante muestra de piratería terrestre). La gran plaza (que se usa normalmente como mercado) se había preparado con anterioridad para la celebración de la fiesta. En el centro se había levantado un templete, bonito y de muy buen gusto, con columnas del orden corintio, y había también plataformas, balaustradas y varios otros elementos para decorarlo. En su cima se exhibían además figuras alegóricas representativas del valor, corazón y vigor de la libertad. En el friso que rodeaba la parte alta de las columnas estaba escrito: El 19 de abril trajo Independencia, Libertad, Igualdad, Tolerancia, Justicia y diez o doce virtudes más que, supuestamente, son los ingredientes de una república pura. A su alrededor había una columnata circular hecha de árboles y hojas de palma, que querían ser los de la libertad, y el todo estaba coronado en varias partes por la bandera tricolor del país. La Milicia estaba presente, al igual que lo estaban los dos cuerpos de caballería, extranjero y nativo: en realidad estos dos cuerpos pueden considerarse más bien como voluntarios que como milicia. Se dispararon salvas, se tocó música y, a continuación, debía de hacerse una marcha cívica alrededor del Templo de la Independencia. Mientras esta se preparaba, llegó otro cuerpo al campo de festejos, a saber el señor Lancaster a la cabeza de sus muchachos, blancos y negros, todos ellos llevando banderas de costosa confección, pero solamente de aquellas naciones donde se habían adoptado sus tácticas docentes. Y, muy sensatamente por su parte, para evitar celos entre blancos y negros, un muchacho de cada color llevaba un estandarte de la república. Fue esta una agradable añadidura al cortejo, y los jóvenes republicanos se introdujeron entre la caballería y la infantería, todos marcharon al son de los tambores, trompetas, bugles y eso fue todo. Ni un grito de la gente. En mi vida he visto semejante apatía en los espectadores de un festival tan importante y cuyas consecuencias, además, eran tan beneficiosas para ellos y para lo universal. Creo que esto cerró el espectáculo matutino, porque entonces regresé a casa para seguir con mis cartas, etc., para el barco, con gran apuro por el tiempo perdido.
A las 8 se iluminaron los árboles de la libertad, y el Templo de la Independencia, abrillantado con aceite de algodón y de castor y con el adorno adicional de las banderas lancasterianas desplegadas alrededor de su galería, tomó un aspecto muy alegre. Adentro estaban la banda de música y los cantores, que debían interpretar canciones relativas al glorioso día de los hechos de los héroes, y al día de batalla y el aún más glorioso, el del nacimiento de la libertad en Colombia. Alrededor había cantidad de damas y niños del mismo color y descripción que los que asistieron al servicio de la mañana, pero todos estaban vestidos de colores o de blanco y llevaban grandes peinetas brillantes o amplios sombreros de paja, y encima de estos o de la cabeza, recipientes llenos de flores, según el gusto y la vanidad de cada una. Sus esclavas negras o mulatas las atendían, llevando cada cual una silla para su ama, mientras estas negras vírgenes se acomodaban en el suelo. Este hermoso conjunto estaba tachonado de milicianos europeos y nativos. Negros, indios, llaneros en sus frazadas, y casi todos fumando cigarros, cuyo humo se mezclaba con el perfume que con demasiada frecuencia emana de aquellas personas de tono oscuro más que de las de Europa, causando una impregnación de sabe el cielo qué clase en la calurosa y pesada atmósfera, no de las más agradables para aquellos con impresiones nasales sensibles. Globos grandes y pequeños se soltaban de vez en cuando, cortinas de cohetes rasgaban e incendiaban el cielo, mientras ruedas, escaleras, pirámides, molinillos y bengalas azules reventaban por los cuatro costados de la plaza, con toda la brillantez y ruido posibles en una parte del mundo donde la pirotecnia aún está en pañales. A las diez todo había terminado. Cada sirvienta negra se echó al hombro la silla de su ama y cada entusiasta patriota se fue como había venido y como participó: en silencio. Apenas ruido alguno, salvo el de los fuegos artificiales, rompía la tranquilidad de esta curiosa escena. Ni uno solo de los presentes parecía siquiera alegre por haber bebido un vaso de más de aguardiente. Tampoco había sido testigo en toda mi vida de tan sobrio entusiasmo. Así llegó a su fin este glorioso día para el nuevo mundo. Hubo un baile en la residencia del gobernador, pero no pude ir. Sobre los sentimientos no expresados por los espectadores pueden hacerse curiosas reflexiones. En este momento no tengo tiempo. El señor Williamson y el agrimensor del Topo cenaron con nosotros. Termómetro 22 grados, y 24, a las 4.