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Capítulo IV Páez, el hombre fuerte
1827 julio 06 - 1829 diciembre 31
Páez, el hombre fuerte
1827 julio 06 - 1829 diciembre 31
Subcapítulos
Caracas - Sebucán

Salí de Caracas a las 8 de la mañana con el señor Lievesly y el señor Stopford para pasar el día en la finca de Sebucán, cerca de La Silla [de Caracas], a unas 8 millas de la capital. La gran catarata de la montaña cae directamente al fondo de la propiedad, y como una gran loma con la cual se encuentra a una media milla subiendo hacia La Silla parecía ofrecer un punto no solo para dibujar la cascada sino una posición para hacer observaciones, tomar orientaciones, ángulos, etc., para mi mapa, decidí ascender hasta ella. Arrancamos a las once y después de una romántica caminata por entre bosquecillos de naranjos y plantaciones de cacao llegamos al arroyo de montaña que cruzamos pasando por encima de un enorme árbol caído. A unas cien yardas de allí vimos la pared que teníamos que escalar: un sendero que no se sabía si lo había formado el hombre o el agua, pero que presentaba una inclinación, hasta donde pude juzgar, de unos 30 grados. Empezamos a subir, y bien trabajosa que era la empresa, pues a cada paso estábamos obligados a elevarnos por grados buscando apoyos seguros para los pies y fuertes manojos de hierbas para las manos. El calor era intensísimo y la refracción lo hacía casi insoportable. No obstante, seguimos y estoy seguro de que empleamos hora y media de incesante labor para llegar a la cumbre de esta loma perpendicular, cosa que hicimos con la ayuda de algunas naranjas que nos habíamos metido en los bolsillos. El peligro era inmenso, pues si hubiera cedido cualquiera de los manojos de hierba de que nos asíamos, nada nos hubiera salvado de despeñarnos hasta lo más profundo del barranco, y si este accidente le hubiera ocurrido al que iba delante, es seguro que hubiera arrastrado en su caída a los que le seguían. Al llegar al término de nuestros esfuerzos, la vista de la cascada a corta distancia no compensó ni el peligro ni el cansancio. He subido por muchos pasos empinados, pero ninguno tan perfectamente perpendicular como este. Uno de los caballeros que me acompañaban había ascendido hasta la cima de la roca más alta de la parte oriental de La Silla, pero me aseguró que ni la fatiga ni lo empinado de la subida podían compararse con lo que acabábamos de lograr. Después de hacer todas las observaciones necesarias descendimos con no menos peligro, pero con mayor rapidez y menor fatiga, ocasionalmente dejándonos resbalar, cuando estábamos seguros, pero en otras ocasiones, como si hubiéramos bajado por las paredes de alguna abadía o castillo en ruinas. Tardamos hora y media en el ascenso, y era entre la una y las dos cuando nos volvimos a encontrar en el pórtico de Sebucán. Y suerte que tuvimos de no haber prolongado nuestra estancia arriba, pues apenas habíamos llegado a la casa cuando se desencadenó un aguacero torrencial. Así que sabe Dios cómo hubiéramos deshecho camino, o si hubiéramos dejado el pellejo en la realización de nuestra empresa. Regresamos a Caracas a las 8 de la noche después de haber sido atendidos con la mayor hospitalidad por los señores Gosling, dos ingleses que tienen alquilada la finca.

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