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Capítulo IV Páez, el hombre fuerte
1827 julio 06 - 1829 diciembre 31
Páez, el hombre fuerte
1827 julio 06 - 1829 diciembre 31
Subcapítulos
Caracas - Antímano

Despedí al señor Hurry a las 5, pues regresaba a La Guaira, y dirigí mis pasos a casa de Arismendi, donde se encontraban ya varios personajes militares y civiles. Salimos en masse al cabo de unos minutos y nos desplazamos hacia el pueblo de Antímano, donde el arzobispo había pasado la noche anterior, y de donde debía partir al mismo tiempo que lo hicimos nosotros. Nos encontramos con su ilustrísima a mitad de camino. Es un hombre de 57 años, de buena expresión y vivaz, y estaba vestido medio de cura y medio de cardenal. Iba montado en una mula y bien acompañado por un personal de curas y sus sirvientes, el equipaje, etc... Unos cuantos civiles en desorden, de varios colores, formaban su grupo, y cuando nos unimos al resto (después de las presentaciones, bendiciones, etc... de rigor) todos nos dirigimos a la capital, algo así como los peregrinos de Chaucer a Canterbury, si es que los trajes raros y variados significan algo. A las siete toda la cabalgata paró en el hotel Arismendi. El arzobispo se refrescó, se aseó y se puso sus ropas. Hacia las siete unas 30 personas se sentaron a lo que en otros países se diría a almorzar, pero en este, a desayunar. Sopas, pescado, pavo asado, jamón, asados y todos los demás platos calientes y sabrosos se sirvieron a la mesa, bien acompañados por vinos y agua, y debo decir que los divinos invitados hicieron honor a este terreno desfile de disfrutes. Su ilustrísima se aprovisionó bien para las fatigas que se avecinaban. Después de que todos hubieron saciado el apetito, la procesión se puso en marcha entre vivas, cohetes, petardos, y otras flamígeras pruebas de alegría, por la calle de San Juan, donde colgaban cortinas y cubrecamas de colores, ramas verdes, etc..., en prueba de la alegría espiritual de los habitantes, mientras que por entre los barrotes de las ventanas asomaban montones de mujeres, de colores que iban del negro carbón al alabastro.

Mientras nos desplazábamos, el sagrado padre no cesaba de mover la mano derecha, dando la bendición general por uno y otro lado. Entró a la iglesia de San Pablo, donde se celebró un servicio, durante el cual se le cubrió y adornó con todos los ropajes y símbolos de su alta jerarquía, y así mitrado y cruzado salió de la iglesia bajo un palio llevado por no sé quién y seguido por curas, diáconos, seminaristas, y autoridades civiles y militares (salvo el jefe superior) y una infinidad de gente de todos los colores y olores, y se dirigió a la catedral, en la que se apiñaron todos, y cuando ya no cabía nadie más, creo que el grado de calor no era nada menos que el de ese hueco negro que es Calcuta durante la primera hora.

El general Arismendi y yo pronto nos retiramos, y fuimos a parar a casa del general Páez para esperar la llegada de su ilustrísima, que, conforme a la etiqueta, debía visitarle después del tedeum. Transcurrió alrededor de una hora antes de que fuera anunciado el cortejo y fue introducido con su cola, y recibido por el jefe superior con gran forma y respeto, durante diez minutos apenas, pues pareció que los hermanos clérigos no acababan de tocar sus sillas cuando el obispo y su séquito ya daban señales de partida. Habiéndole acompañado debidamente hasta lo alto de la escalera, volvimos a ocupar nuestros asientos para darle tiempo suficiente a su eminencia de llegar a casa y sentarse en el salón de recepción para que le fuera devuelto el honor recientemente concedido. Durante el intervalo conversé bastante tiempo con Páez sobre asuntos públicos, y el tema fue aún más interesante por la llegada esa misma mañana del correo de Bogotá y Ocaña. Yo todavía no había visto mis propias cartas. Por fin salimos para el palacio del arzobispo, quien nos recibió sentado en su gran sillón, o más bien trono, pues todo lo distinguía como tal: dosel de damasco rojo, cortinas, almohadas, fleco, etc... Tomamos asiento cerca de él, y Páez parecía medir el tiempo de visita como lo había hecho el sacerdote jefe, pues no nos habíamos terminado de sentar cuando ya nos levantábamos y nos despedíamos. Acompañó al general y a todos hasta lo alto de la escalera, y todos le besaron la mano, o más bien el enorme anillo con amatista que llevaba; me escapé detrás de algunos que ya lo habían hecho, tomé del brazo a Páez y le acompañé hasta su casa, y al desearle buen día me dio el mensaje de Bolívar al Congreso, que acababa de recibir de Bogotá.

Plegarias como de costumbre en casa del coronel Stopford. Extremadamente cansado con el entretenimiento del día, tanto así que a las ocho estaba au lit.

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