Esta mañana a las 5 salió mi mensajero con la valija. Zarpó el buque correo. Recibí respuesta de este Gobierno relativa a la queja que había hecho contra el arzobispo por predicar en su diócesis contra los extranjeros herejes, con gran peligro para la gente y su vida por parte de los nativos ignorantes y fanáticos. Pero a pesar de que hay centenares de personas que pueden dar fe abiertamente de las palabras que este viejo rufián monástico ha empleado en sus sermones, excitándoles a expulsar a estos extranjeros de su medio como si fueran animales salvajes, al mandar preguntar el Ejecutivo en los distintos pueblos donde su reverencia había predicado, ni una sola persona quiso acusarle bajo juramento, y la respuesta que se me dio fue que no se encontraba terreno, para respaldar mi ataque al prelado. Hablé con el ministro de Relaciones Exteriores sobre su respuesta, quien me dijo, ya conoce usted a nuestra gente, grande y pequeña: nadie dirá nunca la verdad bajo juramento o hará una declaración en forma de acusación común en público. Nadie se va a hacer responsable de acusar a nadie, y mucho menos al rector de sus conciencias. Pero tanto yo como el resto de las autoridades bien conocemos la capacidad y culpabilidad del viejo vagabundo, y hemos puesto fin a sus visitas anuales: no irá más. Si yo hubiera sido ministro de su majestad aquí en lugar de cónsul no hubiera aceptado ni la excusa oficial ni la verbal.