A las 5 de la mañana estábamos todos a caballo, siendo el gran objeto del día ver arrear una parte de los rebaños (los más cercanos a la casa). Una expedición de paz y buena voluntad hacia la raza cornuda, pero para decir verdad, el grupo era tan numeroso y tantas las lanzas que brillaban al sol, que teníamos aspecto más bien bélico, como si fuéramos a una incursión o saqueo, cualquier cosa menos una excursión pastoral durante el período más tranquilo de la historia de Venezuela hasta el momento.
El general llevaba su sombrero bajo, amarrado bajo la barbilla con una cinta, una chaqueta militar azul ricamente galoneada solo en negro; calzoncillos amplios hasta las rodillas; polainas de cuero largas, negras, sin pulir, atadas por el lado, iguales que las que llevan los banditti italianos. Llevaba la larga espada de empuñadura de plata colgada del hombro por un cinturón rojo bordado. En los talones, grandes espuelas de plata. Alrededor de la cintura llevaba otro cinturón del que colgaba un puñal en forma de cuchillo, instrumento que jamás olvida un llanero y que, entre los de más baja clase, hace las veces de una punta de lanza, sirviendo así el doble propósito de muerte y vida. Nuestra caravana avanzó por la hermosa llanura, al paso, que es siempre el ritmo de viaje en estos países, y al cabo de una hora y media llegábamos a un rancho grande, abierto por los lados, precisamente de la forma y tamaño de aquel, en el Caimán, y dedicado a un uso similar, es decir, la fabricación de queso. Anexo a la construcción había una extensa serie de corrales, que cubría una superficie de varios acres. Aquí instalaríamos nuestro cuartel general para el día, pero mientras tanto seguimos nuestra marcha por el llano, pues el sitio que acabo de describir ocupaba un lugar bastante dominante ya que estaba sobre una porción de terreno elevado, a cuyo pie, hacia el noreste, había una extensa laguna. Esta extensión de agua había sido ampliada grandemente con la construcción de un sólido terraplén de piedra, admirablemente realizado, de modo que cuando las aguas subían hasta cierto nivel podían pasar por encima, lo cual añadía un nuevo rasgo a la singular escena, en forma de cascada de grandes dimensiones. En los bordes del lago, así como en su seno, crecían numerosas palmeras de gran altura, y las que crecían dentro del agua eran curiosos y pintorescos objetos, y su altura decrecía según la irregularidad de la profundidad, hasta que, en algunos casos, solo asomaban por encima de la superficie las tupidas formas de su follaje. No había ni una nube en el claro cielo azul; el sol ya se había elevado bastante sobre el horizonte y su influencia se iba haciendo muy sudorosamente poderosa. Hacía calor, más que calor. Al descender el suave declive de este lugar dominante (desde el cual más tarde hice un dibujo de la escena que se extendía a sus pies) pudimos ver vastas cantidades de ganado en sólidas columnas, marchando hacia su gran lugar de reunión. Desplazándose entre nubes de polvo y brumosos espejismos, estas distintas masas parecían las divisiones de algún gran ejército, pero estaban compuestas por criaturas vivientes de naturaleza y objeto muy distintos, dando prueba de las bendiciones de la paz e industria, y no como instrumentos de guerra y desolación. Conforme se iban juntando estos innumerables cuadrúpedos, se lanzaban rápidamente dentro de la masa de los que ya estaban en el sitio, aumentando así hasta un nivel increíble la masa de animación y polvo: eran al menos 12.000 cabezas de noble ganado, un espectáculo que solo puede contemplarse en las pampas o llanos del nuevo mundo. Mi pluma no tiene el poder para describir la impresión que hacía, tanto en la vista como en el oído, esta multitudinaria reunión de cabezas y cuernos, bramando, mugiendo, y emitiendo una especie de grito melancólico mixto los toros, las vacas, los becerros y los bueyes que se encontraban así congregados. Tanto el cuadro como su impresión fueron completos cuando vi al general Páez introducirse a caballo en medio de ellos. Yo estaba a su lado, y debo confesar que hacía falta una buena dosis de coraje y destreza para poder seguirle. La escena y la situación eran igualmente nuevas para mí, pero mi valiente líder me dio todo el crédito debido por mi perseverancia (y valentía, si me atrevo a decirlo, pues conozco a más de uno que preferiría enfrentarse a un disparo que a la embestida de un par de cuernos), conforme me escurría a su lado entre el tropel, para evitar un apretón o un rasguño, o una embestida inocente de estos cuadrúpedos hijos de San Pablo.
Se encargaban de mantener junta esta vasta inmensidad de bestias unos ciento cincuenta hombres de aspecto feroz y diversas tonalidades, desde la más profundamente negra hasta la de la caoba brillante. Cada uno de ellos bien montado, y armado de lanza y correa, de la que colgaba una recta toledana. Al tratar de alejarse de sus nerviosos compañeros alguno de los más incontrolables animales, se organizaba una rápida persecución por parte de diez o veinte jinetes, y como esto ocurría con gran frecuencia, la escena general tomaba un aspecto de loca animación, de carácter furioso y de aparente contienda, que daba gran variedad a la escena. Dos horas estuvimos cabalgando entre esta población de cornúpetas, y cuando expiraron se dieron órdenes para que regresase la mayor parte de este gigantesco rebaño a los respectivos potreros que les correspondían. Fue casi milagrosa la forma en que se ejecutaron, pero las respectivas manadas pronto fueron reunidas con el más rápido y singular talento y perfección de los vaqueros, aunque la escena de la separación de la masa fue de confusión, galopes, ruido y polvo. En cuanto a mí, estoy seguro de que parecía haber salido de una tolvanera con todo y caballo, tanto era el polvo que me cubría. Y la barahúnda y confusión reinantes ofrecían para un aficionado como yo tales situaciones de peligro que esperaba ver en cualquier momento hombres y caballos destripados o pisoteados por los poderosos empujones de estas apabullantes hordas de bueyes, etc. No ocurrió ni un solo accidente, sin embargo, y las distintas columnas salieron disparadas hacia sus rediles igual que habían venido. A estas alturas ya estaba yo asado de pies a cabeza y, por añadidura, casi asfixiado por el polvo. Dirigí mis pasos con el general (además de todo el resto del grupo de Para Para, uno de los cuales era el padre 1(En español, en el original) ) hacia la elevada fábrica de queso de que ya he hablado, que había sido señalada como lugar de refresco y desayuno. Anexos a ella estaban los vastos corrales, cuyas entradas estaban abiertas para recibir a unas tres mil de las 12 mil [cabezas de ganado], muchos centenares de las cuales iban a ser marcadas con el hierro del hato al que pertenecían, sellándolas literalmente como propiedad de Páez, mientras que otras, que ya habían pasado por esta ceremonia y casi tenían el tamaño de toros, iban a ser reducidas al estado de bueyes. Mientras nosotros cabalgábamos entre las bestias, arriba habían sacrificado un par de terneras, y ya despellejadas y cortadas en trozos, y ensartadas en varas de madera, estaban asándose en grandes pedazos alrededor de una enorme fogata hecha de trozos de árbol; y cada una de las varas era sostenida por un llanero que la hacía girar con mucho cuidado, en compañía de esta banda de asistentes culinarios que se había reunido a la sombra de un grupo de palmitas bajas que crecían cerca de la quesería. Habían dejado los caballos atados a un árbol o simplemente sueltos, y pacían tranquilamente por las cercanías; y las lanzas, espadas y otras armas, estaban apoyadas a los troncos o tiradas en el suelo entre las sillas de montar. De hecho, esta extraña masa de naturaleza, de vida, de naturaleza muerta, forma el primer plano de un magnífico cuadro digno del lápiz de un Mortimer o un De Loutherbourg 2(Philip James de Loutherbourg [1740-1812]. Artista inglés hijo de un miniaturista de origen polaco. Ver: Enciclopaedia Britannica) La llanura que parece un mar, el hermoso lago y los bosques distantes sobre cuya sombría línea se levantaban las altas montañas del Tuy, completaban una escena verdaderamente interesante y a la vez sublime. Lo que daba animación real al ya magnífico coup d'oeil, era el movimiento de las ya dichas 3.000 cabezas de ganado, que se iban acercando a los corrales y rediles de la quesería. Este enjambre de animales se había dirigido hacia la laguna, que atravesaba nadando o vadeando según fuera el caso, y conforme estas miríadas de criaturas se arrastraban fuera de las aguas del lago hasta el pie de la colina, terminaron por cubrirla espesamente, como si fueran un mundo de langostas «en busca de lo que pudieran devorar». A medida que iban llegando a la cumbre, los vaqueros los conducían gradualmente a la primera gran abertura de los corrales, y en pocos momentos la gran masa había desaparecido y quedado encerrada entre las barreras de estos extensos depósitos.
El general vino a reunirse con nosotros y todo el grupo se dirigió al cuartel general, o sea la enorme quesería. Se habían colgado una o dos hamacas para uso de los reunidos (por turnos, naturalmente) y no eran pocos los cráneos de caballos y de cornúpetas repartidos por el suelo para servir de asiento a los invitados: mesa, no había ninguna, de modo que cada hombre estaba por su cuenta. Yo estaba muerto de hambre y de sed, así que en cuanto se esparció el rumor de que la pitanza estaba lista, me preparé para el ataque. Mis esperanzas pronto quedaron satisfechas, porque pocos instantes después del interesante bruit, entraron cinco o seis asadores, cada uno armado de su vara de madera, en la cual venía empalada ya sea una masa de costillas, lomo, etc., o los bocados más recherchés del animal, extendidos con brochetas (como un árbol frutal contra un muro), humeando y chisporroteando de una manera tan apetitosa como para satisfacer las exigencias del más epicúreo de los llaneros. Estos tan esperados ayudantes se detuvieron en el centro de la rústica sala y, silenciosamente, plantaron el extremo de las varas en el suelo. Y fueron muchos los del grupo que se lanzaron inmediatamente sobre esta pequeña plantación de árboles con frutos tan apetecibles. Cada cual con su cuchillo y ayudado por los dedos, pronto hubo cortado lo suficiente para esa tanda. A los pocos instantes todas las bocas estaban activas. Se sirvieron plátanos horneados en gran abundancia (pero no había nada de sal, pues es muy poco lo que la usan los habitantes). Como todos estábamos hambrientos, pronto resultó una masticación general, muy à la rigor d'un bivoac. La bebida era agua, suero o leche agria. Pero su excelencia no se había olvidado de su huésped inglés, y me habían traído una botella de Moscatel. Nadie más, ni siquiera él mismo, la tocó, pues preferían sus fluidos habituales para ayudar a tragar los sólidos, bien saludables aunque sin pretensiones, de la comida matutina. Un almuerzo de esta clase es de corta duración, pues no hay platos que cambiar. Cuando ya se había aplacado cualquier resto de hambre, todos se prepararon para ayudar activamente a la ceremonia de la marcación del ganado y anulación de su virilidad o, simple y tranquilamente (y esa era mi intención), para mirar cómo se hacía. Pronto empezó la doble tarea, pero en primer lugar la de la marcación, pues eran muchos los ejemplares de ganado jóvenes que aún no llevaban el sello del hato de San Pablo.
El hierro de marcar lleva la inicial y algún otro símbolo adicional, o algún diseño extraño del propietario, distinto del de sus vecinos, y una vez que se ha impreso es imborrable. El hierro se calienta hasta que posee suficiente poder para atravesar, quemándola, la piel, hasta una profundidad que ni el tiempo ni la edad pueden borrar. La marca se coloca en los flancos o en el costillar, además de lo cual la oreja, o ambas orejas, se recortan, hienden, o de alguna otra manera se les da una forma que concuerde con la señal establecida por el propietario para distinguir sus bestias con la marca propia de su hato.
Tan pronto como todos estuvieron listos para la ceremonia (por lo menos nosotros), entraron en los corrales centenares de llaneros sin otra ropa que sus calzoncillos, con lo que tuvimos un excelente despliegue de formas atléticas. Muchos llevaban lazos y otros no poseían más que su propia fuerza para hacer de coleadores, mientras otros aun estaban listos para aplicar el hierro candente, y otro grupo se aprestaba, cuchillo o punta de lanza en mano, a realizar la otra operación. Estos personajes pronto pusieron en movimiento la multitud cuadrúpeda. Nunca había visto semejante barullo, polvo, galopes, animales saltando por encima de animales... La masa entera se movía de un lado a otro, mientras que los lazos silbaban y volaban en todas direcciones, cayendo con la más infalible precisión sus tiras de cuero sobre los cuernos del toro o alrededor del cuello de los animales sin astas; y en el momento del violento frenazo la bestia salía dando saltos y forcejeando; pero, a base de pura fuerza, se la arrastraba por una de las aberturas hasta el recinto vecino, donde se la volvía a soltar inmediatamente, momento que aprovechaba uno de los coleadores para agarrar por la cola a la enfurecida bestia y, de un tirón repentino y no poco grado de fuerza, la tiraba al suelo patas arriba. En un instante, dos o tres más se precipitaban sobre ella asiéndola por los cuernos y sujetándole la cabeza, mientras que el hierro de marcar se le aplicaba en el flanco y el cuchillo en las orejas y, tratándose de un macho de edad apropiada, se le hacía la operación de castración de la manera más diestra e instantánea. Luego se soltaba la criatura y se la dejaba galopar cinco o diez minutos antes de enviarla a reunirse con sus compañeros. Es de veras difícil dar una idea justa del ruido atronador, el polvo y el incesante movimiento de estos millares de reses, y de la persecución con el lazo de estos hombres semidesnudos, además de los grupos singularmente pintorescos mezclados en estos quehaceres del día. Cinco horas duró la cosa, durante las cuales se marcaron unos 900 animales, se bovinizó a 450 toros jóvenes, y solo se dejaron intactos 12 toros por cada 100 vacas, como señores de este serrallo. No abandonamos este espectáculo hasta las 4, cuando nos dirigimos a San Pablo para disfrutar de la acostumbrada hora de cena al ponerse el sol. Había decidido que la mañana siguiente sería la de mi despedida, aunque mi estimado anfitrión hubiera querido que me quedase un día más para mostrarme una escena similar, hacia el este, con una colección de sus astadas posesiones dos veces mayor que esta. Pero era imposible, pues era indispensable que llegase a Caracas para el día 17.
Además de estos miles (qué digo: decenas de miles) de reses, el general posee en los llanos centenares de mulas y caballos en manadas, parecidas a las que he visto en las estepas de mi querida y venerada Rusia y, además, cerca del río Apure, posee un establecimiento de no menor magnitud y cantidades que el de San Pablo. Originalmente, Páez era un simple vaquero que no tenía ni una cabeza de ganado propia. Ahora es el héroe más grande, uno de los más talentosos patriotas del país y, además, el ciudadano más rico, tanto en ganado como en fincas, de la República de Venezuela. Todo, todo, ganado valiente, gloriosa y honorablemente, por servicios prestados a su país.