Vino el señor Forsythe y nos acompañó a ver una casa que, si puedo procurármela, parece prometer más comodidad y limpieza que lo acostumbrado en Caracas. Después de esta diligencia dimos un paseo hasta el extremo este de la población, que tiene una hermosa vista valle arriba. Llegamos a la placita de San Lázaro: la iglesia todavía está en pie y, cerca de ella, los restos del hospital, para los pobres afectados por esa fatal enfermedad [la lepra]. El edificio ha sufrido mucho los efectos del terremoto, pero, hasta cierto punto, desde entonces lo han vuelto habitable y actualmente alberga unos 30 infortunados. Varios estaban tumbados en el abigarrado portal: un triste y bastante repugnante espectáculo. Aquí, esta enfermedad es de varias clases y, sin duda, ni contagiosa, ni epidémica. Según se me informó, en Barbados la misma enfermedad era frecuente entre los negros y los que la sufrían estaban confinados a un espacio cerrado, separados para siempre del resto de la gente. Aquí parecen tolerarse hasta cierto punto las relaciones sexuales, que son un poco de solaz en casos tan fatales. El señor F[orsythe] nos dijo que un amigo suyo, un criollo, está casado con una persona perfectamente saludable, que tiene un hermano atacado por la enfermedad y es el único miembro de la familia infectado. En Barbados se me informó que era hereditaria, de modo que se evitaba todo contacto sexual susceptible de propagarla, con la total separación de las mujeres. Desde este extremo de la ciudad atravesamos en dirección opuesta sus calles cubiertas de maleza y sus paredes de barro seco llenas de moho, y subimos el rocoso talud de una linda y considerable colina en cuya cima está construido un pequeño edificio que le da nombre: la Ermita del Calvario. Desde aquí, la vista de la ciudad era amplia y panorámica, y podían divisarse fácilmente todas sus calles que van de este a oeste y de norte a sur en varios puntos. La Silla no tenía su corona brumosa y en verdad ninguna masa de neblina ocultaba parte alguna de su aterciopelada cumbre ni de la faz de la llanura. Desde aquí se ven claramente los cortes hechos por los torrentes y el lecho ya casi seco del río Guaire, y también se divisa más conspicuamente el silencioso cortejo de edificios y moradas destrozados, que el inquieto genio de las convulsiones internas derribó en 1812. No me cabe la menor duda de que una parte considerable de lo que compone esta porción de la escena puede atribuirse a los efectos de la guerra y la emigración. La colina desde la cual hoy contemplé la ciudad había sido un sangriento campo de batalla, defendido por los patriotas la última vez que los españoles tomaron la ciudad. Visité al general Escalona, pero estaba ausente. Pasé la velada con el señor Mocatta.