Escribí a Europa la mayor parte del día. Después me fui a buscar casa con el señor Mocatta. Luego de una larga y sudorosa caminata de varias horas, que nos llevó a distintos sectores de la ciudad, no obtuvimos nada. Nadie sabía de ninguna. Reina aquí una gran apatía, tanto mental como física, que, por supuesto, se extiende hasta los departamentos del Estado, no importa cuán enérgicas en forma puedan ser las leyes e instituciones de la nación. La causa parece ser la indolencia, la gran venalidad, la indiferencia, debidas a la envidia personal de algunos y la supuesta decepción de otros, como ocurre si hay una multitud de sirvientes en una casa mal gobernada. A nadie le importa hacer nada, ni siquiera su deber más particular. Pero, ninguno pierde la oportunidad de robarle al gobierno si su situación le proporciona los medios. Mucho me temo que tendré que convertirme en inquilino del coronel Mac Laughlin, pues no veo que pueda conseguir otra casa que no sea la suya en los meses venideros.

El doctor y yo tomamos el té con la señora de O'Callaghan. El barón de Humboldt vive con ellos: es un misterio lo que hace con su vida. Vino un rato durante la noche, y conversé bastante con él sobre Rusia; sirvió en el ejército desde los 6 [sic] hasta el año 1814. Su casero me dice que es tan silencioso sobre sus opiniones y tan secreto en cuanto a sus empleos, que bien podría estar viviendo en Bogotá en lugar de hacerlo bajo su techo.