Arrancamos a las 4 y media de la mañana, y después de un viaje largo, tedioso y polvorientamente asfixiante, llegamos al pueblo de Guacara a las 10. Desayunamos mal en una pulpería y después de freírnos descansando hasta las 4 y media salimos para Valencia, que quedaba a tres leguas de distancia. El camino, plano y arenoso, polvoriento hasta lo insufrible; pero de vez en cuando podíamos ver brevemente el lago, hasta que fuimos alejándonos cada vez más de él al acercarnos a la ciudad. Los coroneles Cistiaga y Marturell, con varios extranjeros y todas las autoridades, salieron a recibirnos: una especie de Estambul del nuevo mundo. Estas atenciones se debían al respeto y la amistad que me profesa el general Páez. A las 7 entramos a la ciudad, y se nos había preparado alojamiento y todas las demás comodidades en la casa de su excelencia, en la cual residía el coronel Marturell y su diminuta y muy gentil esposa. Había una reunión de damas en el gran salón para agregar al honor de nuestra llegada. Ninguna gran belleza en el grupo.