Abandonamos nuestro alojamiento nocturno a las seis de la mañana, viajando por un hermoso valle, espesamente poblado de grandes árboles y abundantemente cultivado. Me recordó, por su configuración ondulante, nuestro hermoso Devonshire, pero con apariencia mucho más fresca, en una escala gigantesca. El valle se va estrechando gradualmente hasta encontrar el pie de una alta montaña donde termina. Los nativos dan a esta masa elevada el nombre de «Cuesta de las Mulas» 1(Desde este lugar elevado, sir Robert realizó un boceto del paisaje del lago de Valencia y, más tarde, una versión en acuarela) y es parte de la sierra de Mariara, que pertenece a una cordillera que serpentea hacia la línea costera, y que separa Puerto Cabello de la ciudad de Valencia. A las 8 llegamos a la cumbre de la altura en cuestión, extendiéndose súbitamente ante nosotros una vista amplia y esplendorosa, abriéndose en su totalidad el lago de Valencia, con sus numerosas islas y su brumoso fondo de montañas azuladas allá en la distancia. Una vasta llanura se extiende desde la orilla oriental hasta el pie de las montañas, desde las cuales contemplábamos este espléndido panorama. La extensión de tierra está espesamente arbolada y presenta de vez en cuando espacios abiertos considerables, que no son otra cosa que plantaciones de caña de azúcar, café, etc., etc., además de otros tipos de cultivo. Desde el seno de esta llanura uniforme se levantan varias colinas aisladas, repartidas por el bosque bajo de la planicie, algunas cónicas, otras largas e irregulares; lo cual demuestra a las claras que estas eminencias fueron alguna vez islas, y que las menguadas aguas del lago alguna vez las rodearon, lamiendo sus olas brillantes el pie de la montaña que estábamos bajando. El resto de la extensión de agua parecía distar unas tres leguas; y creo que no hay duda de que anualmente va disminuyendo el tamaño de este pequeño mar mediterráneo. Y es sin duda la tala de bosques en las proximidades de las cabeceras de sus ríos y cerca de sus límites, a lo que se suma la evaporación que produce el inveterado poder de absorción de los rayos del sol en los Trópicos, lo que disminuye de la manera más visible la superficie del lago. El nombre indio de este era el de Tacarigua y, según dice Humboldt, está a 1.332 pies (unos 380 m) por encima del nivel del mar, y 1.000 (285) sobre los llanos de Calabozo. Tiene una longitud de diez leguas, su ancho es muy desigual, pero nunca pasa de cuatro o cinco millas. La profundidad media es de 12 a 15 brazas, con un máximo de 40. Una de las grandes y magníficas características de esta lámina de agua es la belleza que le da el gran número de islas pintorescas, cuyas variadas formas y alturas hacen un todo verdaderamente encantador, sea cual sea el punto desde donde se contemple. Son quince las islas en este momento, y muchas de ellas están cultivadas y otras son de una salvaje exuberancia que da pasto a cantidades de cabras, etc. Este vasto depósito de agua está alimentado por todos lados por innumerables ríos y quebradas que descargan en él sus aguas en la época lluviosa, y no posee ningún aliviadero. Y como ya lo he observado, es la evaporación la que se hace cargo de su exceso, pero puede decirse en verdad que la primera disminución aparente del lago data de la época de la ocupación del país por los españoles. Las razones que se dan son estas: «Hasta mediados de este siglo las montañas que rodeaban los Valles de Aragua estaban cubiertas de espesos bosques: grandes árboles de la familia de las Mimosas, Ceibas e Higueras daban sombra y frescor a las riberas del lago. La llanura, que a la sazón estaba muy escasamente poblada, estaba llena de matorrales entremezclados con árboles dispersos y plantas parasitarias con una espesa envoltura, menos susceptibles de emitir calor radiante que el suelo cultivado y, por lo tanto, no protegido de los rayos del sol. Con la destrucción de los árboles y el aumento del cultivo de azúcar, añil y algodón, han disminuido año tras año los manantiales y suministros naturales del Lago de Valencia».
Oviedo 2(José de Oviedo y Baños. Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela. Edición de Fernández Duro, 1885), en su relación sobre Venezuela, afirma que cuando se fundó la ciudad de Valencia en 1555, las orillas del lago solo distaban de ella media legua: hoy en día, la orilla más cercana está a dos o tres. De modo que, en el curso de trescientos años, en ese lado del lago, han quedado secas dos leguas de tierra. La verdad de los hechos la demuestra el nombre de islote o isla, que se da actualmente a las pequeñas islas o, mejor dicho, colinas, que se levantan en medio de la llanura.
Al bajar por la cara meridional de la Cuesta de las Mulas llegamos a la porción que ahora está seca de este lago que una vez fue enorme; y seguimos por una excelente carretera, entre grupos de árboles y matorrales florecidos, hasta hacer alto en una pequeña pulpería llamada la Casa-pita 3(Casupito), en el punto del camino que lleva a Cagua (población cercana al lago, a unas tres leguas de este). El posadero era de lo más sociable, y nos dio excelente cacao, huevos y galletas. También los sirvientes cenaron un buen sancocho. Los animales, maíz y buen pasto, de modo que todo el grupo, tanto bípedos como cuadrúpedos, cenó admirablemente. El día era caluroso, a pesar de lo cual a las doce del día reemprendimos la marcha hacia Villa de Cura. A medida que avanzábamos la carretera se iba volviendo muy fangosa y regularmente interrumpida por pantanos, o sea charcos barrosos de cierto tamaño, que habían dejado las fuertes lluvias, que en esta época son un gran obstáculo y molestia para el viajero, pues no faltaron los resbalones y caídas de cuya suciedad nadie se libró en este día de marcha. Para hacer aun más placentero nuestro viaje se nos vino encima una tempestad terrible, con rayos y truenos, y casi nos barren del camino los torrentes de lluvia. Gracias al ingenio humano me pude cobijar bajo una capa forrada de goma o covica #001-0558, de la fábrica de Mackintosh, ¡con la cual salí seco del trance! A las tres y media de la tarde pasamos por la población de Villa de Cura, pequeño lugar pulcro con una hermosa iglesia. Está a 10° 2 de Latitud, a unas 22 leguas de Caracas hacia el sudoeste, y unas 8 al sudeste del lago. Está situada al final del valle y forma un muy hermoso y rico ramal entre estos valles que parecen desprenderse de la porción ya seca del lago de Valencia. Antes de entrar a la población encontramos una verde llanura cubierta de ganado, y que lleva el nombre de Los Colorados, hermosamente salpicada por casitas limpiamente construidas. En general, este lugar y sus etcéteras respiran limpieza y cuidado. Una legua más allá, después de cruzar las calles, subió nuestro grupo, para pasar la noche, a una pequeña pulpería tranquilamente situada al pie de las colinas que se levantaban inmediatamente detrás de ella. No supe cómo se llamaba el lugar, ¡pero era una asquerosidad! Sin embargo, estos lugares de hospedaje para los viajeros son inobjetablemente (a pesar de este) más acogedores y alegres que las posadas de la vieja España, cuya característica principal es la porquería, la oscuridad y una comida execrable. Las de este mundo, en todos los casos, ofrecen habitación para los viajeros, además de abundante cecina, pollo, huevos y diversas clases de vegetales; así como cacao, aguardiente y una especie de ron y, frecuentemente, vino de la Cataluña europea. Con todos estos reabastecimientos para las necesidades del hambriento y cansado viajero, su comida, así como su descanso, se ven más de una vez interrumpidos por mocosos desnudos y llorosos que gatean por doquier, el cacareo de las gallinas, perros medio muertos de hambre, y los fuertes gruñidos de los puercos caseros, sin olvidar la algarabía de dos o tres loros cautivos y, frecuentemente, ruidosas partidas de cartas, silbidos, destrozos y, en medio de todo, un enorme mono de cola larga o, aun peor, el rojo aullador de los bosques. Semejante mezcolanza es común en estos pequeños Caravanserais del hemisferio. Las hamacas, que están a la orden del día así como de la noche, constituyen las conveniencias comunes del descanso en todas las casas, y son igualmente un requisito y apéndice absolutamente inevitable para la comodidad del viajero; se suspenden en el aire, quiero decir la corriente, dentro del apartamento común. Así elevado, uno se encuentra por encima de muchas molestias casuales, y hasta las pulgas, que saltan a coro, pocas veces lo alcanzan.