111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111
Capítulo VIII En los Llanos de Apure
1832 octubre 27 - noviembre 30
En los Llanos de Apure
1832 octubre 27 - noviembre 30

A las 4 de la mañana salimos de Para Para cruzando una carretera mucho más nivelada, pero la faz de la tierra aún se caracterizaba por sus colinas. Cruzamos dos veces el río que, según me dijeron, aquí se llamaba San Antonio y llegamos a Ortiz hacia las 8. Esta es una población de apariencia algo más extensa que aquella donde habíamos pasado la noche. En sus cercanías inmediatas vuelve a encontrarse el mismo río, que toma el nombre de la población hasta que desemboca en el Guárico, cuya corriente se lo traga y hace lo mismo con otros riachuelos de los alrededores. Desayunamos y a las 11 estábamos en camino. Me dicen que ya podemos considerar que hemos entrado en los llanos de Apure. La primera parte del camino se hizo sobre terreno ondulante, que ofrece en cada lado vistas de escenas forestales realmente británicas, donde el pasto no era inferior en nada, en su aparente riqueza; la yerba igualmente alta pero, eso sí, más gruesa. De vez en cuando cruzábamos porciones de terreno arenoso, arrugado por grandes barrancos; otras, coronadas por las cúspides estriadas de una interminable línea rocosa, que los nativos llaman bancos y que son estratos regulares de arenisca, desmenuzados en muchas partes. Presentaban el aspecto de un arruinado muro largo y macizo, mientras en otros puntos se veían como un terraplén pavimentado. Estas singulares desigualdades parecen estrecharse de vez en cuando, pero luego vuelven a adoptar su anchura usual y corren, o mejor dicho se las puede divisar, durante muchas leguas. Conforme nos adentrábamos en estas llanuras en dirección sudoeste, empezaron a aumentar las palmeras, mientras que los árboles del bosque ya no se veían más que en grupos aislados o en grandes masas que señalaban algún depósito acuoso o curso de agua temporalmente desecado, que la gente llama «caño». Viajando por el camino real, uno de los sirvientes estuvo a punto de morir al entrar en contacto inconscientemente con una monstruosa cascabel, que estaba enroscada en todo el centro del camino. Yo estaba cerca del hombre cuando dio un salto hacia atrás al ver el reptil ya erguido con gran estrépito sobre la cola y listo a lanzarse sobre el intruso y clavarle su mortífera lengua bifurcada. Pero el mulero, que tenía la lanza en la mano, fue mucho más rápido que el reptil y con un vivo golpe puso fin a sus días. El aviso que, según se dice, da siempre esta especie de serpiente al moverse, ciertamente no ocurrió: ni los cascabeles anunciaron el peligro, ni se notó su presencia. En esta ocasión debió estar dormida [allí] y el ruido solo se escuchó cuando comenzó a moverse activamente 1(Crotalus terrificus. La creencia popular, mencionada por Ker Porter, de que el número de anillos corresponde al número de años de vida de la serpiente, no es correcta. Ver: Ditmar, Reptiles of the World. Nueva York, 1936, p. 252) Este curioso apéndice del reptil consta de varias substancias con aspecto de concha, que hacen ruido, y que le crecen a razón de una por año. La que acababa de ser muerta tenía 12, de modo que doce habrán sido los años de su vida, y su enorme tamaño, tanto en largo como en grueso, es prueba de esa edad. Tenía casi seis pies 2(Dos metros) de largo y su grueso era el del antebrazo de un atleta bien proporcionado. La parte superior del cuerpo era hermosa, sembrada de formas romboidales de un castaño oscuro, sobre un gris plateado brillante, que destellaba en el sol cuando se lanzó al ataque como si hubiera sido polvo de plata. El vientre era de un brillante color de paja; la cabeza, relativamente pequeña, aunque grande donde se une a la garganta, fina y elegante, perdiendo gradualmente su forma de cisne, hasta fundirse en el grueso cuerpo de esta criatura de tan hermosas formas, porque, para decir la verdad, nada es más elegantemente gracioso que los sinuosos movimientos de la serpiente. A pocas yardas de distancia encontramos otra cascabel, de menor tamaño esta, que también fue rápidamente liquidada. Solo tenía seis segmentos en la maraca de la cola. Estos horribles habitantes de los llanos son muy destructivos para el ganado y los caballos, y se ven innumerables pruebas de ello en los esqueletos blanqueados de estos valiosos animales, que se encuentran por doquier entre la alta y verdeante yerba que cobija a sus malditos destructores. Después de estas pequeñas aventuras, seguimos viaje más cuidadosamente, particularmente al enterarnos de que hacia el atardecer las serpientes de distintas clases se encuentran más a menudo en el camino que en las horas de gran calor del mediodía. Hacia las 6 alcanzamos un riachuelo llamado «El Caimán», que cruzamos, y después de una subida pequeña llegamos al lugar en que íbamos a pasar la noche. Este solitario cuchitril se llama igual que el riachuelo: El Caimán. Fue en este mismo cobertizo con techo de palma, pues era completamente abierto, sin paredes, donde el barón de Humboldt se detuvo con sus compañeros de viaje, hace ya tantos años, y donde dio rienda suelta a sus quejas de que el esclavo negro, que hablaba de millares de cabezas de ganado, solo pudo ofrecerles, en una tutooma 3(Del árbol de totumo [Crescentia Cujete. Linn.]) agua fétida y barrosa.

Tuvimos más suerte. El ocupante actual era un llanero moreno, hombre al servicio del general Páez tanto en el campo como en la granja, que era el uso que ahora se daba a la casa. Era teniente de lanceros, y había luchado en muchos combates durante la guerra de Independencia. Los corrales anexos a la casa estaban bien llenos de vacas y cabras, y en la cabaña gigantesca había una mujer de piel cobriza haciendo un queso igualmente gigantesco. No faltaba mantequilla ni cuajada fresca, y corrían ríos de leche. Me colgaron la hamaca y como además de las sabrosas cosas en cuestión habíamos traído un pollo, huevos, cacao y papelón, la activa lechera pronto lo puso todo en un estado muy aceptable. Confieso que estaba hambriento, cansado y medio asado, pues había desafiado el sol tropical durante otro día más de viaje, por tener el deseo de no perder el placer de ver la interesante cara de la naturaleza en este mundo, cosa que no hubiera logrado si hubiéramos marchado de noche (como se hace mucho). Pero creo que la mayor parte de los viajeros nativos prefieren el día, pues fueron muchos los que encontramos en el camino y que nos saludaron frecuentemente con un «Señores, el sol está muy bravo». El riachuelo que vadeamos al acercarnos a este lugar es el mismo en cuyas aguas el barón y su amigo se refrescaban, cuando tuvieron que poner fin a sus placeres ablutivos al zambullirse, en el barro, con un ¡plof!, un caimán, a pocos pasos de ellos.

1
111
111
111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111 111111
U