A la una de la tarde partí de la mansión de mi hospitalario amigo, después de haber despachado muy laboriosamente un desayuno extremadamente sustancioso a una hora ya avanzada. Cruzamos el Guárico de la misma manera peligrosa (por lo menos a mí me lo pareció) que antes, y volviendo a ensillar nuestras bestias de carga y de viaje, acompañado por mi dúo de buenos amigos y tres baquianos, hicimos camino por los intrincados pantanos del bosque bajo su dirección, a fin de evitar la carretera principal donde yo me había atascado el lunes anterior. Al salir de estas orillas boscosas del río nos encontramos de nuevo en la llanura abierta, donde, a pesar de nuestros guías llaneros, el terreno era más fangoso que seco. La pradera estaba espesamente poblada por ganado, y repleta de lagunas, en una de las cuales, siguiendo al baquiano montado en un caballo alto, casi me sumerjo completamente encima de mi mulita, que nos hundió a los dos de manera muy desagradable. Me solté del lomo, y no sin esfuerzo, chapoteando y gateando (ambos con agua y barro hasta el pecho) logré ganar de nuevo la tierra más firme, volver a montar y alcanzar a don Ramón y Rodríguez, quienes me felicitaron por haber tomado posesión de tanta tierra y agua. Hacia las 4 llegamos a El Rastro, y fuimos alojados, gentil y amablemente, durante la noche, en casa de un amigo de estos caballeros. Después de ponerme en un estado más seco y limpio, nos fuimos a visitar a las autoridades, empezando por los alcaldes primero y segundo, y terminando por el cura del lugar. Así pude ver una gran parte de la gente y, hablando con seriedad, vi mujeres más blancas y bonitas de las que había visto desde mi llegada a Venezuela. La comida fue abundante aunque tardía. Consistía en carne de res hervida u horneada, verduras de distintas clases, queso, arepas (que, por cierto, podrían llamarse plomo farináceo por su gran peso), vino blanco, ron y chocolate. Esta fue nuestra comida, y fue bien suntuosa y bienvenida. Nuestra gente fue atendida igualmente bien. Y ahora se nos devolvieron, en debida forma, las visitas del día, y cuando se fueron los extraños se colgaron las hamacas en la pieza donde habíamos comido y, a pesar de tantos compañeros, dormí profundamente hasta las dos de la mañana. El Rastro es verdaderamente un lugar bastante respetable. Es un pueblo mejor, que merece casi el rango de ciudad en estas partes. Está situado en un sitio bastante alto (para estar en el llano), solo tiene una iglesia, que está en ruinas, y un cura sucio y perezoso. Tiene una población de unas mil almas y las calles forman líneas rectas y regulares, convirtiendo el lugar en cierto número de cuadrados. Estas calles verdes se mantienen en buen estado y no están llenas de maleza ni de montones de bosta. De hecho [están] tan limpias y nítidas que no me lo pude callar. Mi amigo don Ramón resolvió el misterio, diciéndome que este era el resultado de una orden general procedente de la sede del Gobierno, para defenderse del cólera 1(Fue sir Robert K. P. quien recomendó al Gobierno adoptar medidas preventivas de esta enfermedad y quien proporcionó al doctor Vargas algunos folletos en inglés, para ser traducidos al castellano y contribuir a difundir las adecuadas medidas sanitarias entre la población) dando libre paso al aire y quitando cualquier cosa que (por su impureza) pudiera generar putrefacción.