Fui a cabalgar más temprano que de costumbre para llegar hasta Petare, con la esperanza de ver al general Páez, y cuando estaba a mitad de camino vi llegar a mi valiente e ilustre amigo cabalgando a la cabeza de un cuerpo de lanceros. Me dio el afectuoso abrazo de siempre, que también recibí, a caballo, de varios de mis viejos amigos de Calabozo. Con él venían el general Ortega, el coronel Codazzi y los Srs. Rodríguez y A. Quintero, cum multus alias de los constitucionalistas. Hablamos un buen rato, pero creo que por falta de infantería eficiente va a tener que maniobrar para ganar tiempo negociando con Mariño y su gente, que ahora están en Guarenas con unos 300 hombres de tropa, o ceder un poco en cuanto a clemencia, con la esperanza de que acepten condiciones razonables, que les hagan abandonar su marcha a oriente, donde fomentarán la revolución y, a la postre, la guerra para lograr sus objetivos. Todos los jefes de Caracas están allá, con excepción del general Silva, en comisión ante los reformistas. Al acercarnos a la ciudad nos encontramos con el gobernador Juan de la Madriz, junto con los miembros de la municipalidad y centenares de respetables ciudadanos. Las calles rebosaban de gente, las ventanas estaban llenas de mujeres de todas las edades, colores y aspectos, que bañaron de pétalos de rosa y flores a su héroe y libertador. Había en el aire gritos de ¡viva Páez, viva nuestro libertador, viva la Constitución y el presidente Vargas! La procesión que se acercaba a nosotros venía encabezada por hojas de palma en manos del pueblo, y la música no se quedaba atrás. Desde la entrada de Bolívar y Páez después de los acontecimientos de 1826, no había vuelto a ver tanto entusiasmo ni semejante multitud en la calle. Iba yo al lado de Páez durante una buena parte de nuestro recorrido por la ciudad, y una vez se dio vuelta hacia mí y dijo: «Me siento verdaderamente agradecido en este momento glorioso, pero ¿no es triste que una multitud como esta haya permitido que 200 hombres armados le robaran todos sus derechos constitucionales?». El general llevaba puesto su traje de llanero: sombrero de paja de copa baja y ala ancha, calzoncillos blancos (que son una especie de pantalón corto de lino), largas polainas de cuero, negras y sin lustrar, atadas por los lados, zapatos con espuelas, y sobre su persona una cobija blanca, de lino, muy desgastada por el uso, adornada por los bordes y las puntas con bordados. Una ancha faja escarlata con hojas doradas de roble le cruzaba el hombro, y de ella colgaba su fiel espada. Parecía lo que de veras es, un héroe. Su porte era digno y amable hacia todos. El cortejo fue a la casa de Gobierno, donde desmontó y ascendió con su amigos y personal (todos, igual que él, marcados por la fatiga de sus peligrosos quehaceres) a la gran sala del palacio, donde el Consejo de Estado y los ministros, etc., estaban reunidos para darle la bienvenida. El consejero de mayor jerarquía, general Carreño, fue electo vicepresidente de esa asamblea, de modo que recaen sobre él los deberes presidenciales (ad interim). Se dirigió a Páez con un excelente discurso, al que este valiente jefe respondió, según me han contado, con otro igualmente excelente. Seguramente se publicará un recuento oficial de todo y de uno y otro. Me fue imposible entrar en la sala, pero según me han dicho la escena era singularmente interesante, y el contraste de la vestimenta del general y sus amigos con la ropa oficial de los funcionarios, y los etcéteras del lugar, trono, decoraciones y todo lo demás, hubieran hecho un cuadro de gran interés, y es seguro que en tiempos futuros cuando esta república tenga un capitolio como el de Washington, no dejará de seguir el ejemplo norteamericano y adornar sus paredes con gloriosas escenas de los acontecimientos que dieron al país libertad e independencia. Después Páez regresó a su casa, pues me había dicho que de veras necesitaba descansar cuerpo y mente durante unas horas tranquilas, ya que apenas había dormido desde que salió de San Pablo el día 16, cosa que hizo a la cabeza de solo 30 llaneros y con una libra de pólvora, de modo que conforme iba avanzando y creciendo el número de sus seguidores, aumentaba no solo su fuerza sino también el entusiasmo que el aura de su gran personalidad esparcía por doquier. Desgraciadamente, aparte de los llaneros, los demás voluntarios carecían de armas y munición, porque los reformistas, antes de abandonar los lugares que habían usurpado, rompían las armas y destruían las municiones. En realidad, los informes que circulaban ayer en cuanto a que se había rendido y apresado una vasta porción del batallón que partió con Carujo, no parecen ser reales porque hasta ahora no hemos visto ni uno en la ciudad. En verdad, si hay que dar crédito al señor Rojas (uno de los comisionados que fueron con F. Rivas y el general Justo Briceño), dice que vio unos 400 hombres en armas en Guarenas. El grupo no aceptó las proposiciones, pero ya hablaré más de ellas cuando conozca los hechos y sepa cuáles eran. Regresó un capitán de nombre Las Casas para llevarles la decisión de Páez sobre lo que ahora exigen. Mientras tanto aquí hay gran actividad. Se reparan todos los fusiles rotos que se pueden salvar, y se recogen municiones. La Milicia se va a organizar en el acto, y se espera conseguir si es posible 2.000 fusiles nuevos de Saint Thomas sin tardanza. Esta tarde un propio me trajo carta del vicecónsul de La Guaira acompañada por una del capitán Jones del buque de guerra británico Vestal, que venía de Barbados pero lamentablemente encalló en La Tortuga el día 26, y se vio obligado a tirar por la borda la mayoría de sus cañones, reducir el agua, etc. Logró zafarse la misma noche, y espera recuperar sus armas y estar en La Guaira el día 29. Sir Charles Smith, de Barbados, está a bordo, de modo que mañana espero verle así como al comandante y algunos de sus oficiales.