Después de terminar mis cartas, etc..., para Bogotá a las dos, el señor Lievesly y yo partimos en busca de la morada de la madre y la hija viudas, que nos fueron presentadas por la lluvia torrencial. Pronto descubrimos que la hacienda estaba situada en uno de nuestros frecuentes paseos, y se trata de una casa en muy mal estado de construcción a causa del terremoto, la guerra y la subsiguiente pobreza. Pero la hacienda es hermosa y tiene lo único que puede llamarse un bosque a la orilla del río Guaire y del Anauco cerca de Caracas. Es casi imposible imaginarse el estado de la habitación donde nos alojaron hasta que las señoras aparecieron. Una hamaca estaba colgada a través del cuarto y había una especie de camastro o cama en un lado. En el otro, una mesa, unas cuantas sillas y uno o dos baúles con una palangana y sus etcéteras, no de lo más limpios, completaban la naturaleza muerta de la habitación; porque la viva se componía de gallinas bien crecidas, un gato flaco y uno o dos cachorros con miríadas de pulgas y aves canoras, estas debidamente enjauladas, y ojalá hubiera querido el cielo que también lo estuvieran las saltarinas. Así rodeados, al cabo de un cuarto de hora hicieron su entrada las señoras. Vestían más o menos tan respetablemente como nuestras criadas, pero se veían menos arregladas y limpias, y me atrevo a decir que a nuestra llegada, si pudiéramos haberlas visto, seguramente estaban ambas en chemise et déchaussées fumando en una hamaca sucia, en algún ruinoso cuarto de esta habitación que alguna vez fue mejor. Nos recibieron muy amablemente, pero la diferencia de apariencia entre ayer y hoy era muy grande, pues el día antes iban ambas adornadas con encaje del caro, y llevaban velos de los que se fabrican a precios inmensos. Así son todas las hijas de Colombia: tanto dentro como fuera de casa. El vestido y un aspecto limpio hacen mucho por una mujer. La joven viuda se veía de veras bonita e interesante, pero hoy tenía aspecto desaseado y basto, sin una pizca de interés y casi toda su hermosura había desaparecido. Nos dieron vino y pan; y una hermanita de la anterior tocó unas dulces melodías en el arpa. La hubiera besado, pues me recordaba a mi propia hijita en 1824 1(Cuando Sir Robert se encontraba en Rusia), pero somos herejes, y les disgusta tocarnos la mano, y así se lo dijeron al señor Lievesly cuando nos despedimos: que se abstendrían de darnos la mano. La verdad es que no lo lamento, pues las tenían bastante sucias. Y este es el retrato de la viuda de un general y familia, en Colombia, en 1828. No ha llovido hoy. Nadie comió con nosotros. Pasamos la velada en casa de la señora Rivas, para cerrar el día en compañía criolla.